Todos los Evangelios nos dicen que Jesucristo instituyó el sacramento[1] de la Santa Cena el día jueves, en el Aposento Alto, antes de ser traicionado y entregado, antes de padecer y sufrir por nosotros los pecadores. Por eso, el apóstol Pablo en las palabras de la Institución “recuerda” y “rememora” tal acontecimiento:
23Yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; 24y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: «Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí». 25Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: «Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto todas las veces que la bebáis, en memoria de mí». 26Así pues, todas las veces que comáis este pan y bebáis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga (1 Co 11:23ss).
Jesús había celebrado en otras ocasiones la Pascua, pero ésta adquiere ahora un carácter más solemne porque es la “Última Cena”, no volverá a comer de ella hasta que se manifieste completamente su Reino. Pero a nosotros sus discípulos, nos ha pedido que la celebremos en memoria de Él y de su entrega total por nuestra salvación (v. 19). La Santa Cena exalta, predica, magnifica y alaba la muerte del Señor,[5] “hasta que él venga”. Por medio de la celebración de la Santa Cena, nosotros, los creyentes en Jesucristo, proclamamos al mundo nuestra filiación a él y traemos a la memoria su muerte en la cruz por nosotros. ¡En la Santa Cena, celebramos a Cristo y celebramos con Cristo! ¡Participamos de su carne y de su sangre! En la Santa Cena llegamos a tener comunión con su Cuerpo, su Iglesia.
El cuerpo y la sangre son dos elementos inseparables que en el judaísmo antiguo dan idea de totalidad; el cuerpo es la materialización de las ideas, de las esperanzas y anhelos, el proyecto de una persona; la sangre es la vida, lo que da sentido, valor y movimiento al cuerpo. La intención de Jesús es entonces que esta cena sea el signo de lo que serán las demás celebraciones para sus discípulos: el recuerdo de que Él ha entregado su cuerpo y su sangre, es decir, la totalidad de su ser, sus anhelos, sueños y esperanzas, su lucha por la instauración del reinado de Dios; todo lo ha entregado por sus amigos y por la humanidad en general. El nuevo pacto que instaura Jesús se debe entender como la repetición indefinida de la Cena Pascual que hay que asumir como una necesidad de actualizar en cada celebración la entrega de Jesús y la entrega queestá realizando la comunidad de los discípulos: ¿Qué tanto se ha ido entregando el discípulo y la comunidad? ¿Qué tanto ha avanzado el reino de Dios entre celebración y celebración? He ahí el reto para el creyente y para la comunidad.[6]
Los Sacramentos “hablan y proclaman” tanto como la Palabra predicada. El sacramento como lo entendemos los reformados, es una ‘señal’ y un ‘sello’, -no es meramente un simple símbolo-[8] que nos habla también. Según lo entendía ya san Agustín de Hipona, los Sacramentos son la ‘palabra visible’; es decir, los sacramentos se hacen sensibles a los sentidos humanos, ellos hablan a la totalidad de la experiencia humana en el cuerpo. La Palabra y los Sacramentos hablan juntos a todos nuestros sentidos, y esto es más por nuestra humana debilidad que por otra cosa. La Palabra y los Sacramentos, en su conjunto (en comunión también), hablan a los sentidos y no sólo al espíritu, por tanto, son los ‘materiales audiovisuales’ con los que Dios nos ha dotado para apuntalar nuestra fe en él. Amén.
[1] “Etimológicamente y en sentido propio, esta palabra hace referencia a algo sacro o consagrado y, en consecuencia, a aquello que encierra un significado sagrado, secreto o relacionado con un “misterio”. [...] la palabra sacramento es afín al vocablo griego mysterion, que significa ‘secreto’, ‘misterio’, ‘algo para cuyo conocimiento el hombre debe ser iniciado’. Por eso, en la Vulgata, sacramentum se emplea como traducción de mysterion, particularmente en Ef 1:9; 3:2,3,9; 5:32; Col 1:26-27; 1 Ti 3:16; Ap 1:20; 17:7. En un sentido amplio la palabra era, pues, utilizada para referirse a todo signo o señal que poseyese un significado oculto.” Marcel, P. Ch., El Bautismo: Sacramento del pacto de gracia, Libros Desafío, Grand Rapids, 2004, p. 27.
“Por lo tanto, los fieles reciben lo que les es dado por los ministros del Señor y comen el pan de Señor y beben la copa del Señor. Al mismo tiempo, por la obra de Cristo a través del Espíritu Santo, reciben también en su interior la carne y la sangre del Señor y son así alimentados para la vida eterna. Porque la carne y la sangre de Cristo es verdadero alimento y verdadera bebida para vida eterna. (…) Pero la carne de Cristo no puede ser comida corporalmente, cosa que resultaría una maldad y repugnante grosería; no es la carne de Cristo comida para el estómago. En este punto no cabe discusión. (…) Porque ni los piadosos de la Iglesia primitiva creyeron, ni nosotros tampoco creemos que el cuerpo de Cristo sea comido corporalmente con la boca o realmente comido. (…) Existe, sin embargo, una manera espiritual de comer el cuerpo de Cristo, sin que esto signifique que supongamos que el alimento se transforma en espíritu, sino que, según nosotros, el cuerpo y la sangre del Señor conservan su carácter y su modo especial de ser y nos son comunicados espiritualmente. Acontece esto no en forma corporal, sino espiritual por el Espíritu Santo, el cual nos proporciona lo adquirido por la carne y la sangre del Señor al ser entregado a la muerte; nos lo proporciona y hace que nos lo apropiemos. Lo adquirido y logrado por Cristo es el perdón de los pecados, la redención y la vida eterna, y de este modo Cristo vive en nosotros y nosotros en él. Pues él es quien hace que le recibamos con verdadera fe como nuestra comida y bebida espirituales, esto es, como nuestra vida”. Capítulo XXI. Las cursivas son mías.
[4] La Confesión Escocesa, capítulo XXI.
Los dos sacramentos están íntimamente ligados a lo que dentro de la tradición reformada denominamos las notae eclesiae. Cuando la fe reformada habla sobre las notae eclesiae o marcas de la Iglesia, lo hace para señalar dónde está la verdadera Iglesia. Ahora bien, las tres marcas de la iglesia son la Palabra, los Sacramentos y la Disciplina eclesiástica. La Confesión Belga, en su artículo 29 dice:
"Los signos para conocer la Iglesia verdadera son estos: la predicación pura del Evangelio; la administración pura de los Sacramentos, tal como fueron instituidos por Cristo; la aplicación de la disciplina cristiana, para castigar los pecados. Resumiendo: si se observa una conducta de acuerdo a la Palabra pura de Dios, desechando todo lo que se opone a ella, teniendo a Jesucristo por la única Cabeza. Mediante esto se puede conocer con seguridad a la Iglesia verdadera, y a nadie le es lícito separarse de ella. (…)".