miércoles, 27 de febrero de 2008

Sobre el Sacramento de la Santa Cena

"Una Cena llamada deseo"






















Éxodo 12:17-28; Lucas 22:7-23

Todos los Evangelios nos dicen que Jesucristo instituyó el sacramento[1] de la Santa Cena el día jueves, en el Aposento Alto, antes de ser traicionado y entregado, antes de padecer y sufrir por nosotros los pecadores. Por eso, el apóstol Pablo en las palabras de la Institución “recuerda” y “rememora” tal acontecimiento:

23Yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; 24y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: «Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí». 25Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: «Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto todas las veces que la bebáis, en memoria de mí». 26Así pues, todas las veces que comáis este pan y bebáis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga (1 Co 11:23ss).


El Evangelio de Lucas, por su parte, nos muestra a un Jesús que anhelaba profundamente celebrar la pascua con los suyos: “¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta Pascua antes que padezca!” (Lc 22:15). Lucas nos trasmite el talante psicológico de Jesús al sentarse a la Mesa con los que fueron su familia durante largo tiempo, Jesús dice: "¡Cuánto he querido… intensamente he deseado… he tenido muchísimas esperanzas de comer esta Pascua con ustedes antes de mi muerte!" Como relata el Evangelio, no sólo hay toda una preparación previa antes de la Gran Celebración, sino que ésta tiene el carácter de un encuentro que nos vincula con Jesucristo y con su obra salvadora.


¡Sí, Jesús va a padecer, el camino a la muerte se encuentra frente a Él; pero también está alegre, porque finalmente, participará con sus amigos de la última Pascua! Ese era el sueño de un moribundo, comer con los suyos; fue su último deseo antes de padecer la muerte. Parafraseando una de las obras de teatro de Tennessee Williams, nosotros llamaríamos a la Pascua que Jesús celebra con los discípulos, como Una Cena llamada deseo.


El deseo vehemente de Jesús por unirse a los suyos en la Cena Santa, nos enseña que Jesucristo se vincula a nosotros y con nosotras al sentarnos con Él a la Mesa; pero también permite que entre nosotros tengamos comunión unos con otros, porque no participamos individualmente de la Comunión sino juntos, en comunidad. La Santa Cena tiene por tanto un carácter festivo, es un banquete, una fiesta no se disfruta en soledad. ¡Estamos invitados a la Mesa del Señor! Él nos sustenta “en la Cena… [porque] Cristo Jesús, se une a nosotros de tal manera que él llega a ser verdadero alimento y nutrición para nuestras almas”[2]


¿Nosotros también deseamos tanto como Jesús este “alimento”?[3] Jesús no retrasa su participación en la Pascua judía ni siquiera frente a la cercanía de su muerte, sino que llega puntual a su cita, quiere comer con los apóstoles (v. 14). Jesús desea estar en la intimidad de una cena con los suyos, establece una relación de comunión con ellos, como quiere establecerla con nosotros hoy. Así, “esta unión y conjunción que tenemos con el cuerpo y la sangre de Cristo Jesús (…) es forjada por medio del Espíritu Santo”.[4] De ahí que al escuchar y aceptar la invitación amorosa de Jesús para participar en su banquete, el Señor proclame: “Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3:20). ¿Cuántos de ustedes quieren sentarse a la Mesa con el Señor, para cenar con Él y disfrutar de su compañía?


Jesús había celebrado en otras ocasiones la Pascua, pero ésta adquiere ahora un carácter más solemne porque es la “Última Cena”, no volverá a comer de ella hasta que se manifieste completamente su Reino. Pero a nosotros sus discípulos, nos ha pedido que la celebremos en memoria de Él y de su entrega total por nuestra salvación (v. 19). La Santa Cena exalta, predica, magnifica y alaba la muerte del Señor,[5] “hasta que él venga”. Por medio de la celebración de la Santa Cena, nosotros, los creyentes en Jesucristo, proclamamos al mundo nuestra filiación a él y traemos a la memoria su muerte en la cruz por nosotros. ¡En la Santa Cena, celebramos a Cristo y celebramos con Cristo! ¡Participamos de su carne y de su sangre! En la Santa Cena llegamos a tener comunión con su Cuerpo, su Iglesia.


El cuerpo y la sangre son dos elementos inseparables que en el judaísmo antiguo dan idea de totalidad; el cuerpo es la materialización de las ideas, de las esperanzas y anhelos, el proyecto de una persona; la sangre es la vida, lo que da sentido, valor y movimiento al cuerpo. La intención de Jesús es entonces que esta cena sea el signo de lo que serán las demás celebraciones para sus discípulos: el recuerdo de que Él ha entregado su cuerpo y su sangre, es decir, la totalidad de su ser, sus anhelos, sueños y esperanzas, su lucha por la instauración del reinado de Dios; todo lo ha entregado por sus amigos y por la humanidad en general. El nuevo pacto que instaura Jesús se debe entender como la repetición indefinida de la Cena Pascual que hay que asumir como una necesidad de actualizar en cada celebración la entrega de Jesús y la entrega queestá realizando la comunidad de los discípulos: ¿Qué tanto se ha ido entregando el discípulo y la comunidad? ¿Qué tanto ha avanzado el reino de Dios entre celebración y celebración? He ahí el reto para el creyente y para la comunidad.[6]



Entonces, ¿con qué frecuencia debemos celebrar la Santa Cena? Como la Palabra y los Sacramentos están íntimamente unidos al culto, la Santa Cena debería celebrarse cada domingo. De lo contrario tendríamos un culto mocho, al que le falta un elemento constitutivo de la liturgia. Es preciso insistir aquí que un culto que sólo tiene Predicación pero no Sacramento, está incompleto y disminuido. En la medida de lo posible ha de buscarse siempre la “común-unión” de la Palabra y el Sacramento. “[...] la Palabra y los Sacramentos pertenecen ante todo a la asamblea de los creyentes, porque la iglesia es en su esencia una asamblea litúrgica. No se puede separar la Palabra, los Sacramentos, la comunión y toda la adoración del pueblo de Dios de la asamblea de los creyentes reunidos para dar culto al Señor, sin a la vez desfigurar a la iglesia, quitándole una de sus marcas más distintivas”.[7]


Los Sacramentos “hablan y proclaman” tanto como la Palabra predicada. El sacramento como lo entendemos los reformados, es una ‘señal’ y un ‘sello’, -no es meramente un simple símbolo-[8] que nos habla también. Según lo entendía ya san Agustín de Hipona, los Sacramentos son la ‘palabra visible’; es decir, los sacramentos se hacen sensibles a los sentidos humanos, ellos hablan a la totalidad de la experiencia humana en el cuerpo. La Palabra y los Sacramentos hablan juntos a todos nuestros sentidos, y esto es más por nuestra humana debilidad que por otra cosa. La Palabra y los Sacramentos, en su conjunto (en comunión también), hablan a los sentidos y no sólo al espíritu, por tanto, son los ‘materiales audiovisuales’ con los que Dios nos ha dotado para apuntalar nuestra fe en él. Amén.

Pbro. Emmanuel Flores-Rojas.


Aparato crítico:
[1] “Etimológicamente y en sentido propio, esta palabra hace referencia a algo sacro o consagrado y, en consecuencia, a aquello que encierra un significado sagrado, secreto o relacionado con un “misterio”. [...] la palabra sacramento es afín al vocablo griego mysterion, que significa ‘secreto’, ‘misterio’, ‘algo para cuyo conocimiento el hombre debe ser iniciado’. Por eso, en la Vulgata, sacramentum se emplea como traducción de mysterion, particularmente en Ef 1:9; 3:2,3,9; 5:32; Col 1:26-27; 1 Ti 3:16; Ap 1:20; 17:7. En un sentido amplio la palabra era, pues, utilizada para referirse a todo signo o señal que poseyese un significado oculto.” Marcel, P. Ch., El Bautismo: Sacramento del pacto de gracia, Libros Desafío, Grand Rapids, 2004, p. 27.
[2] La Confesión Escocesa, capítulo XXI.
[3] Cabe preguntarse aquí, ¿de qué naturaleza es este alimento? ¿Es espiritual o material? ¿Alimenta al cuerpo o al espíritu o quizá a ambos? Al respecto, la Segunda Confesión Helvética dice:
“Por lo tanto, los fieles reciben lo que les es dado por los ministros del Señor y comen el pan de Señor y beben la copa del Señor. Al mismo tiempo, por la obra de Cristo a través del Espíritu Santo, reciben también en su interior la carne y la sangre del Señor y son así alimentados para la vida eterna. Porque la carne y la sangre de Cristo es verdadero alimento y verdadera bebida para vida eterna. (…) Pero la carne de Cristo no puede ser comida corporalmente, cosa que resultaría una maldad y repugnante grosería; no es la carne de Cristo comida para el estómago. En este punto no cabe discusión. (…) Porque ni los piadosos de la Iglesia primitiva creyeron, ni nosotros tampoco creemos que el cuerpo de Cristo sea comido corporalmente con la boca o realmente comido. (…) Existe, sin embargo, una manera espiritual de comer el cuerpo de Cristo, sin que esto signifique que supongamos que el alimento se transforma en espíritu, sino que, según nosotros, el cuerpo y la sangre del Señor conservan su carácter y su modo especial de ser y nos son comunicados espiritualmente. Acontece esto no en forma corporal, sino espiritual por el Espíritu Santo, el cual nos proporciona lo adquirido por la carne y la sangre del Señor al ser entregado a la muerte; nos lo proporciona y hace que nos lo apropiemos. Lo adquirido y logrado por Cristo es el perdón de los pecados, la redención y la vida eterna, y de este modo Cristo vive en nosotros y nosotros en él. Pues él es quien hace que le recibamos con verdadera fe como nuestra comida y bebida espirituales, esto es, como nuestra vida”. Capítulo XXI. Las cursivas son mías.
Entonces, el “alimento” es espiritual porque no comemos literalmente la carne y la sangre de Cristo –aunque su carne y su sangre, son verdadera comida y verdadera bebida- sino que el beneficio es de carácter espiritual. Pero ese alimento no se transforma en espíritu, aunque a través de su Espíritu nos comunica vida.
[4] La Confesión Escocesa, capítulo XXI.
[5] Idem.
[6] Pascua y Eucaristía, nota al pie de página en Schökel, L. A., La Biblia de nuestro pueblo. Biblia del peregrino AL, Misioneros Claretianos-Ediciones Mensajero, Bilbao, 2006, pp. 2002-2003.
[7] Casanova R., H., Los pastores y el rebaño, Libros Desafío, Grand Rapids, 1996, p. 57.
Los dos sacramentos están íntimamente ligados a lo que dentro de la tradición reformada denominamos las notae eclesiae. Cuando la fe reformada habla sobre las notae eclesiae o marcas de la Iglesia, lo hace para señalar dónde está la verdadera Iglesia. Ahora bien, las tres marcas de la iglesia son la Palabra, los Sacramentos y la Disciplina eclesiástica. La Confesión Belga, en su artículo 29 dice:
"Los signos para conocer la Iglesia verdadera son estos: la predicación pura del Evangelio; la administración pura de los Sacramentos, tal como fueron instituidos por Cristo; la aplicación de la disciplina cristiana, para castigar los pecados. Resumiendo: si se observa una conducta de acuerdo a la Palabra pura de Dios, desechando todo lo que se opone a ella, teniendo a Jesucristo por la única Cabeza. Mediante esto se puede conocer con seguridad a la Iglesia verdadera, y a nadie le es lícito separarse de ella. (…)".
[8] "Y así, condenamos absolutamente la vanidad de aquellos que afirman que los Sacramentos no son más que meros símbolos desnudos y vacíos. No, nosotros creemos firmemente que por el Bautismo somos injertados en Cristo Jesús, participamos de su justicia, por la cual nuestros pecados son cubiertos y perdonados, y también que en la Cena, correctamente celebrada, Cristo Jesús, se une a nosotros de tal manera que él llega a ser verdadero alimento y nutrición para nuestras almas". La Confesión Escocesa, capítulo XXI.

domingo, 10 de febrero de 2008

EL DESATINO DE LOS MALOS

(O COMO RESBALAR FÁCILMENTE)
Salmo 73

Son varios los textos bíblicos que se ocupan de la imposible teodicea.[1] La teodicea intenta explicar la existencia del mal y justificar la bondad de Dios. Dentro de la Biblia, el problema del mal es tratado en los libros de Job y Eclesiastés, así como también en el Salmo 73, que ahora nos ocupa. La pregunta que pesa en el fondo de estas obras es, ¿por qué Dios en su gobierno del mundo permite el mal y sus consecuentes injusticias, como por ejemplo la aparente prosperidad del injusto y el sufrimiento del justo? ¿Alguna vez se ha preguntado por las injusticias de la vida? Yo sí, y muchas veces lo he hecho. Por ejemplo, por qué el que no estudió y copió en el examen sacó mejores notas que yo que sí estudié. O, por qué aquellos que se esfuerzan en servir al Señor sufren esto o aquello, y el impío en medio de su impiedad no sufre por nada. Por qué un hombre que robó un trozo de pan está en la cárcel y los delincuentes de cuello blanco, que viven del erario público la ley ni siquiera los toca. Por qué los hijos de una tal Sahagún gozan de total impunidad, cuando los hijos de la vecina fueron metidos en la cárcel. Y los porques pueden multiplicarse, sin que encontremos respuesta a ello. A veces, podemos ser hasta pesimistas en referencia a todo esto, como el autor de Eclesiastés (4:1-2):

1Me volví y vi todas las violencias que se hacen debajo del sol: las lágrimas de los oprimidos, sin tener quien los consolara; no había consuelo para ellos, pues la fuerza estaba en manos de sus opresores. 2Alabé entonces a los finados, los que ya habían muerto, más que a los vivos, los que todavía viven. 3Pero tuve por más feliz que unos y otros al que aún no es, al que aún no ha visto las malas obras que se hacen debajo del sol.[2]


¿Todo resultará vano en esta vida? ¿Es igual ser cristiano que no cristiano, creyente que no creyente? A veces, parece que sí, pero aunque la Biblia calla muchas cosas, nosotros debemos de mantenernos firmes en el Señor, porque como dice el salmista: “Ciertamente es bueno Dios para con Israel, para con los limpios de corazón” (Sal 73:1).

Asaf era un animador litúrgico de los levitas, estaba vinculado a la alabanza a Dios (1 Cr 15:16-17; 16:4-5); él es el autor del presente salmo, con que inicia el libro tercero de los Salmos, inicia su reflexión contándonos su propia experiencia: “2En cuanto a mí, casi se deslizaron mis pies, ¡por poco resbalaron mis pasos!, 3porque tuve envidia de los arrogantes, viendo la prosperidad de los impíos”. ¿Quién de nosotros no ha tenido envidia alguna vez? Yo muchas, sobre todo de los impíos. ¿Es eso razonable? Creo que no, porque ¿cuál es la actitud de los injustos o de los impíos? (vv. 4-9).

No le ha llegado a parecer que sus problemas son únicos y que los demás no los padecen, especialmente los incrédulos, al salmista sí, por eso exclama: “no tienen los problemas de todos; no sufren como los demás” (v. 5, TLA). No sólo eso, sino que hablan mal contra Dios y parece que nada les pasa (cfr., v. 9 TLA). “Y dicen: «¿Cómo sabe Dios? ¿Acaso hay conocimiento en el Altísimo?»” (v. 11). Eso es el colmo de la burla contra Dios, es el colmo de la insolencia y la insensatez (Job 22:13-15; Sal 10:4,11; 14:1; 53:1; Is 29:15). Parece que los impíos son más bendecidos que los fieles, se hacen más ricos y les va muy bien (“Estos impíos, sin ser turbados del mundo, aumentaron sus riquezas”, v. 12; cfr., Sal 10:5-11). Y a veces, en medio de nuestra incomprensión, llegamos a decir como Asaf: “¡De nada sirvió hacer el bien y evitar los malos pensamientos!” (v. 13, TLA). ¡No vale la pena ser cristiano! ¡Antes de seguir a Cristo me iba mejor! Esa es una gran tentación, pero a continuación viene una reflexión saludable.

Porque ciertamente, Dios no ve las cosas como las vemos nosotros, ya que ni nuestros caminos, ni nuestros pensamientos son los de Él (Is 55:8). El creyente se cuestiona lícitamente, pregunta por los porqués de los sinsabores de la vida, intenta llegar a comprender, cómo un Dios amoroso como el nuestro permite que suframos, cómo un Dios compasivo permite nuestro dolor; no es nada sencillo: “Traté de entender esto –dice el salmista- pero me resultó muy difícil” (v. 16, TLA). ¿Cuándo o dónde es que el creyente, logra comprender los designios de Dios? Creo que cuando acude y está en el templo del Señor, ahí, Dios le revela sus propósitos y el plan para su vida y para la de los impíos (vv. 17-20, BLA). En el santuario, el creyente recibe nueva luz, sea a través de la exhortación pastoral o por medio de la predicación de la Palabra, un texto bíblico quizá o incluso una oración.
El creyente Asaf, en su incomprensión de Dios, estuvo a punto de caer, pero los que cayeron fueron los incrédulos impíos. Asaf ha comprendido que aparte del “presente” estado de los impíos, existe un “después”, el cual no será bueno para ellos. Con esa revelación de Dios la amargura del creyente se vuelca en una actitud gozosa hacía Dios, porque reconoce la bondad de Dios (v. 1). Por eso, hermano no permita que la amargura abrigue en su corazón (v. 21), no permita que la envidia le corroa los huesos, que los vanos pensamientos se apoderen de usted, tema al Señor y apártese del mal (Pr 3:7). El salmista era como una bestia sin entendimiento, yo muchas veces me he sentido así; además qué diferencia existe entre los animales y nosotros, con todo respeto, casi ninguna (Ec 3:18-19).[3] De hecho, me entusiasma mucho hablar en nombre de Dios, porque recuerdo que una vez hasta una bestia lo hizo, la burra de Balam habló, jajaja. ¿Qué no podrá hacer Dios conmigo?

Lo que debemos saber, es que en medio de las incertidumbres de la vida, los sinsabores y problemas, siempre estará Dios ahí, tomándonos de las manos y conduciéndonos por el camino correcto. En medio de sus dudas, temores y preguntas, el salmista puede decir confiado: “23Con todo, yo siempre estuve contigo; me tomaste de la mano derecha. 24Me has guiado según tu consejo, y después me recibirás en gloria”. Y la reflexión-indagación de nuestro salmista, termina con una gran declaración de fe y confianza en el Altísimo, Sal 73:25ss.
La próxima vez que se pregunte sobre el desatino de los malos, recuerde estos versículos bíblicos y siga confiando en Dios, porque él es el verdadero, el sumo bien.
Fuentes:
[1] El término “teodicea” fue acuñado por el filósofo Leibniz en 1701, y con él pretendía denotar el dominio moral de Dios sobre todos los hombres.
[2] “1. Miré hacía otro lado, y esto fue lo que vi en este mundo: hay mucha gente maltratada, y quienes la maltratan son los que tienen el poder. La gente llora, pero nadie la consuela. 2. Entonces dije: ‘¡Qué felices son los que han muerto, y que lástima dan los que aún viven!’ 3. Aunque, en realidad, son más felices los que no han nacido, pues todavía no han visto la maldad que hay en este mundo”. (TLA).
[3] “También me consuela pensar que Dios nos pone a prueba, para que nosotros mismos nos demos cuenta de que no somos diferentes de los animales, ni superiores a ellos; nuestro destino es el mismo: tanto ellos como nosotros necesitamos del aire para vivir, y morimos por igual. En realidad nada tiene sentido. Todos vamos al mismo lugar, pues ‘todo salió del polvo, y al polvo volverá’” (Ec 3:28-20, TLA)

viernes, 1 de febrero de 2008

PROFECÍA Y CRISIS ECONÓMICA 4

EL PODER ECONÓMICO DE LA GRAN BESTIA EN APOCALIPSIS
Zacarías 6:1-8; Apocalipsis 6:5-6

5Cuando abrió el tercer sello, oí al tercer ser viviente, que decía: «¡Ven!».
Miré, y vi un caballo negro. El que lo montaba tenía una balanza en la mano. 6Y oí una voz de en medio de los cuatro seres vivientes, que decía: «Dos libras de trigo por un denario y seis libras de cebada por un denario, pero no dañes el aceite ni el vino». (Ap 6:5-6)

Hay un tipo de cristianismo y teología “escapista” que gusta de hacer énfasis vanos en el "futuro celestial" desencarnado de la realidad presente. Esas pseudoteologías basan muchas de sus interpretaciones artificiosas en pobres fundamentos hermenéuticos y exégesis vanas, gustan de malinterpretar libros como Daniel y Apocalipsis, principalmente. Por eso, hoy quiero referirme al tema que veníamos abordando desde hace tiempo, acerca de la “profecía y crisis económica”. Apocalipsis es por supuesto, un libro profético en muchos sentidos. Pero como hemos visto, la profecía no se refiere exclusivamente a cuestiones de índole futura sino sobre todo de realidades presentes. El libro de Apocalipsis hablaba a comunidades de carne y hueso del primer siglo de nuestra era, que sufrían diversas formas de opresión. Una de esas formas de dominación, era la opresión económica de la gran Bestia.

No hemos caído en la cuenta de que muchos versículos bíblicos para ser interpretados correctamente deben hacerse a través de una lectura económica y política. Muchos versículos son “empobrecidos” con interpretaciones que espiritualizan el significado primordial del texto bíblico (como el caso del vino y del aceite de nuestro texto en cuestión). Nuestro desafío es leer la Biblia desde una nueva perspectiva que posibilite leerla a partir de los principales retos que nos plantea la realidad en la que vivimos. En el libro de Apocalipsis encontramos la descripción de la gran Bestia con un poder económico tremendo.[1] El autor de Apocalipsis “tenía una profunda preocupación por la realidad económica del mundo en que vivía. En algunos pasajes, el aspecto económico es la clave para su interpretación”.[2]

El Cordero rompe el tercer sello y aparece en escena el tercer jinete, el cual se mueve dentro del ámbito económico porque la balanza que lleva en una de sus manos, es símbolo del poder económico del Imperio Romano. El caballo negro representa hambre (el color negro en Apocalipsis no designa lo malo o demoníaco como podría pensarse, para designar esas realidades se usa el color rojo). En la Biblia, la balanza simboliza racionamiento y hambre, utilizar una balanza para medir los granos significa que hay una profunda escasez; por eso, se vende por kilo y no por bulto (Lv 26:26; Ez 4:16) ¡Tal como sucede hoy en México! El trigo era el alimento básico de los pobres y la cebada de los muy pobres; como lo son para nosotros, el maíz, el fríjol y el chile. ¡Sin maíz no hay país! ¡Y sin frijol menos!
Lo más grave es que estos alimentos básicos no alcanzan para mantener con vida a nadie. Los precios del trigo y la cebada son desmesurados: “un kilo de trigo, o tres kilos de cebada por el salario de un día”. Imaginémonos esta terrible situación: un hombre promedio, en aquellos días necesitaba consumir por lo menos un kilo de trigo para suplir su necesidad de alimento. Pues bien, por el salario de toda una jornada de trabajo (un denario), un trabajador no podría conseguir sino sólo el alimento necesario para sí mimo, no alcanzaba para el resto de los miembros de la familia. Piense si el salario que usted obtiene de un día, sólo le alcanzare para medio alimentarse usted, ¿el resto de su familia no comerá? ¿Qué de su esposa y de sus hijos? Juan de Patmos está preocupado por el alimento básico de los menos favorecidos y de la gente en extrema pobreza, así como por el comercio internacional injusto de sus días. ¿Qué tan preocupados estamos nosotros por la pobreza que ha generado el TLCAN en nuestro empobrecido país?

Los precios del trigo y de la cebada son de atraco. Esos precios habían aumentado por lo menos diez veces, provocando una seria hambruna. En la actualidad, cada 3.6 segundos, alguien muere en el mundo a causa del hambre. Lo que significa que cada minuto mueren aproximadamente 17 personas por falta de alimentos. Cada hora mueren alrededor de 1000 personas, y cada día mueren 24000 personas. Al año mueren de inanición un total de 8’760,000, seres humanos.[3] Piense en la magnitud de este sistema económico injusto, que condena a la muerte a casi nueve millones de personas alrededor del mundo anualmente. Y como no va a hacer esto, si en el neoliberalismo atroz en el que vivimos, el mercado no tiene control alguno. Estamos a merced de las leyes de la oferta y la demanda. Nos encontramos a los pies de un mercado al que no le importa ganar a ultranza, a costa de matar y asesinar a millones para enriquecer a unas cuantos miles de personas. ¡La muerte de millones, por la vida de miles!

En condiciones normales y viviendo dentro de un comercio justo, en aquellos días, se venderían 12 kilos de trigo por el jornal de un día de trabajo (un denario). De modo que los precios del trigo se habían disparado entre 10 y 12 veces. Por ejemplo, en México si el kilo de tortilla cuesta 6 pesos en condiciones “normales”, bajo la descripción que hace Apocalipsis, el kilo de tortilla llegaría a costar nada menos que 72 pesos. Por eso el apóstol Pablo no se equivoca cuando dice que “el amor al dinero es raíz de todos los males” (1 Tm 1:6); porque entonces, el amor al dinero está por encima del amor al prójimo. “Al caballo negro le interesan más las ganancias del mercado que el hambre de los pobres”.[4]

¿Qué pasa con el vino y el aceite? Sucede que los intereses de los ricos siempre son protegidos por encima de los de los pobres, piense en el FOBAPROA mexicano por ejemplo. ¡Las ganancias son para unos cuantos empresarios -ladrones de cuello blanco- y las pérdidas multimillonarías de esas grandes empresas son para el grueso de la pobración! Suetonio relata que en el año 92 el emperador Domiciano viendo la abundancia de vino en Roma y la escasez de trigo, y posiblemente con intención de proteger el precio del vino en beneficio de los productores italianos, emitió un decreto para que “no se plantasen más viñas en Italia y que en las provincias se destruyesen la mitad o más de ellas, para convertirlas a trigo y cebada”.[5]

El decreto no prosperó por la airada protesta de los productores asiáticos. Sin embargo, muestra como el “mercado”, trata de proteger los intereses de los grandes potentados por encima de los más pobres, débiles y desfavorecidos, otra vez el caso de México. Juan de Patmos parodia esa actitud del mercado, mientras los alimentos básicos no son protegidos, los artículos suntuosos sí lo son. Esa situación injusta sigue dañándonos a nosotros mismos. Piense por ejemplo en la propuesta de cobrar IVA en alimentos y medicinas, ¿por qué daña la economía de los más pobres en vez de mejorarla como proclama el gobierno? ¿Por qué los pobres serían los más afectados y no los más beneficiados como dicen? Por una sencilla razón, porque los pobres invierten un porcentaje mayor de sus ingresos en alimentación. Por ejemplo, un pobre obtiene ingresos por 50 pesos diarios, de los cuales invertirá 40 en su alimentación, el 80%. Mientras una persona rica gana 50’000 pesos diarios, de los cuales invertirá el 1% en su alimentación, es decir 500 pesos. ¿Quién pagaría más impuestos, el pobre o el rico? En conclusión: “el caballo negro simboliza la opresión económica del Imperio Romano. Únicamente los ricos gozan de la famosa prosperidad económica del Imperio, así como sólo ellos gozaban de la Pax Romana”.[6] Lo mismo sigue sucediendo en nuestro días, los ejemplos podrían multiplicarse ad infinitum.
Fuentes:
[1] En buena parte del siguiente sermón, sigo muy de cerca a Juan Stam, Apocalipsis y profecía, Kairós ediciones, B. A., 1998.
[2] Ibid., p. 62.
[3] Estadísticas del Hambre. Un 75% de los fallecidos son niños menores de cinco años (6’570,000). Hoy en día, un 10% de los niños de los países en desarrollo mueren antes de cumplir cinco años. La mayoría de las muertes por hambre se deben a desnutrición crónica. La hambruna y las guerras son causantes también de este mal. Además de la muerte, la desnutrición crónica también causa discapacidades visuales, desgano, crecimiento deficiente y una susceptibilidad mucho mayor a padecer enfermedades. Las personas con desnutrición grave son incapaces de funcionar siquiera a un nivel básico. Se estima que unos 800 millones de personas en el mundo sufren de hambre y desnutrición, una cantidad 100 veces mayor que el número de personas que mueren por esta causa al año.
A menudo sólo se necesitan unos pocos y sencillos recursos para que la gente pobre pueda cultivar los alimentos necesarios para volverse autosuficiente. Estos recursos incluyen semillas de calidad, herramientas adecuadas y acceso al agua. Muchos expertos en el tema del hambre opinan que, a fin de cuentas, la educación constituye la mejor manera de reducir el hambre. La gente que tiene acceso a la educación cuenta con los mejores medios para salir del círculo de pobreza que causa el hambre.
[4] Stam, J., op. cit., p. 65.
[5] Ibid., p. 66.
[6] Richard, P., Apocalipsis: reconstrucción de la esperanza, Ediciones Dabar, México, 1995, p. 114.