sábado, 29 de marzo de 2008

¡Ven Espíritu y sopla!


Ezequiel 37:1-14

Introducción:

Desaliento y desánimo, son dos estados psicológicos que todos hemos experimentado en alguna ocasión. Nadie puede decir que no ha experimentado desaliento y desánimo todavía. Hay muchas circunstancias en la vida que nos empujan a experimentar ese talante negativo que nos hace ver todo oscuro y sin sentido. La pérdida de un ser querido, problemas laborales, enfermedades, algún fracaso académico, un desencuentro amoroso, un mal negocio, una ruptura matrimonial, desengaños, etc. Como individuos, como parejas, como familias o como iglesia, cotidianamente enfrentamos sentimientos negativos donde no encontramos las fuerzas necesarias para seguir adelante. La fe es puesta a prueba y viene la crisis.

Desarrollo:

La vida cristiana también resulta desgastante, puede ser tormentosa y difícil; en ella se encuentra muchas veces el desaliento y el desánimo, el fracaso, la crisis, el dolor. Cuando las fuerzas faltan y el ánimo está caído no tenemos ganas para seguir adelante. El desánimo es la carencia del soplo vital en nuestra vida. El desaliento es también la falta de la fuerza vital para la existencia. Las dos palabras son sinónimos y tienen que ver con aquello que nos mueve o nos impulsa a seguir adelante. Sin ese talante es imposible proseguir el camino porque no está el impulso vital.

El hombre se nos revela en la Biblia como un ser neumático (πνευματικός); es decir, un ser que necesita del “aliento o soplo vital” de Dios para sobrevivir. El libro de Génesis nos habla sobre esto: “Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz aliento de vida y fue el hombre un ser viviente” (Gn 2:7). La Escritura nos muestra al hombre necesitado de un aliento de vida, de ahí que Job proclame: “Si les quita a los hombres el aliento de vida, todos ellos mueren por igual y otra vez vuelven al polvo” (Job 34:14-15; cfr., Sal 104:29-30). Dios sopla en el hombre el espíritu vital (el “aliento de vida”) y es así que éste viene a convertirse en un ser viviente. Pues bien, a veces este hombre neumático se queda sin ese aliento, sin ese ánimo. Sencillamente no puede seguir adelante.

Ese es el panorama que nos presenta la “visión” del profeta Ezequiel. Ezequiel era un sacerdote que es llamado por Dios para ser su portavoz (Ez 1:3). Cuando Dios lo llama se encuentra en Babilonia (tierra de los caldeos), vive en Tel-Aviv junto al río Quebar (Ez 3:15). Por eso el salmista expresaba con dolor lo siguiente: “Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos y llorábamos acordándonos de Sión” (Sal 137:1). En el año 597 a.C. el pueblo de Judá había sido avasallado por el imperio Neobabilónico. Los caldeos, al frente de Nabucodonosor, habían conquistado Jerusalén (2 R 24:10-11, 13-14). Finalmente, para el 586 a.C., Nabuzaradán, comandante del ejército caldeo, destruyó completamente la ciudad santa y el templo bendito (2 R 25:8-10).

El pueblo de Israel había sido humillado totalmente, en esas circunstancias por demás adversas y frente al desarraigado de sus ancestrales raíces, el pueblo de Dios no puede seguir adelante. El pueblo de Dios se siente abandonado y abatido. No era para menos. Todo estaba perdido. Lágrimas recorren las mejillas de ese pueblo humillado. Lamentos salen de las gargantas dolientes de ese pueblo mancillado. Y surge la inevitable y terrible pregunta ¿por qué? ¿por qué nosotros? ¿por qué yo? El exilio se ha presentado en toda su crudeza, porque se encuentran lejos de la tierra prometida, la ciudad santa está hecha cenizas y el templo no existe más. “Sin embargo, el exilio fue una época para probar ideas respecto a Dios –¿estaba limitado a Palestina? ¿Era impotente frente a los dioses babilónicos? ¿Podía adorársele en tierra extranjera?- y la fe”.[1] ¡La adversidad fortalece la fe!

En medio de este tremendo desaliento y desánimo completo, viene la palabra de Dios a animar, alentar y reconfontar. Ezequiel 37:1-14, es quizá la más celebre visión del profeta del exilio, Ezequiel es el profeta del Espíritu. Esa palabra contenida ahí, es la respuesta de Dios al desaliento y desánimo del pueblo de Israel que se pregunta cómo podrá vivir frente a tal situación (Ez 33:10). ¿Cómo pues viviremos? –dicen-. Fuera de la tierra prometida, los exiliados se sienten como huesos secos (v. 11). Se sienten solos, en la orfandad, el olvido y el desamparo. ¿Qué circunstancias actuales nos hacen sentir destruidos?

Entonces aparece una mano, la mano de Dios, la mano de Yahvé que se lleva al profeta y lo establece en un valle de huesos secos en gran manera. Aquello no es un cementerio como podríamos llegar a imaginar, sino un campo de batalla, donde yacen inertes miles de huesos resecos por el sol, son los cadáveres de quienes han perecido en un combate (v. 2). ¡Era un ejército grande en extremo! (v. 10). Lo que más impresiona en este texto es la “presencia masiva” de la palabra ruah. Esa palabra hebrea puede significar simplemente viento, aliento de vida o también espíritu. En este texto (y contexto) la Palabra de Dios se muestra eficaz para reanimar y levantar a esos huesos. Por eso, Dios ordena al profeta que hable en nombre de Él a los huesos, para que éstos escuchen. “5El Señor les dice: Voy a hacer entrar en ustedes aliento de vida, para que revivan. 6Les pondré tendones, los rellenaré de carne, los cubriré de piel y les daré aliento de vida para que revivan. Entonces reconocerán ustedes que yo soy el Señor’”.

¿Dónde podemos reconocer hoy al Señor? “Y sabréis que yo soy Jehová”. ¿En medio de la precariedad de nuestras vidas humanas, podemos reconocer que la buena mano de Dios está con nosotros para sostenernos, reanimarnos e impulsarnos? Entonces el profeta profetiza a esos huesos secos. Eso es inaudito, pero Dios así lo ha dispuesto. La Palabra de Dios moviliza y sacude aquellos huesos inertes y sin vida, ¡empiezan a moverse! (vv. 7-8). Aunque se empiezan a juntar, a unir, ¡no hay aún espíritu en ellos! ¡No tienen aliento de vida todavía!

Pero entonces, la fuerza vivificante del espíritu de Dios se hace también presente para impartir vida:

Pero no tenían aliento de vida.9Entonces el Señor me dijo: “Habla en mi nombre al aliento de vida, y dile: ‘Así dice el Señor: Aliento de vida, ven de los cuatro puntos cardinales y da vida a estos cuerpos muertos.’” 10Yo hablé en nombre del Señor, como él me lo ordenó, y el aliento de vida vino y entró en ellos, y ellos revivieron y se pusieron de pie. Eran tantos que formaban un ejército inmenso. (Dios Habla Hoy)

¿Quiénes son esos huesos? Son la casa de Israel (v. 11). Dios mismo pone su espíritu sobre su pueblo abatido para reconfortarlo y llenarlo de la vitalidad para seguir adelante. Dios puede encontrarse también en el exilio, él está presente allí, en medio de la destrucción y la muerte. El Señor llevaría nuevamente a su pueblo de regreso a su tierra, más aún, el Señor Dios afirma: “pondré mi espíritu en vosotros y viviréis” (v. 14). El Espíritu imparte vida, revive, alienta, ánima, reconforta, fortaleza y pone de pie. “Jehová-sama” así termina el libro de Ezequiel y eso significa: Jehová está aquí a través de su Espíritu. ¿Puedes sentirlo?

Pbro. Emmanuel Flores-Rojas, 30-03-08.


[1] Sanford Lasor, W., Panorama del Antiguo Testamento. Mensaje, forma y trasfondo del Antiguo Testamento, 1ª reim., Libros Desafío, Grand Rapids, 1999, p. 453.

domingo, 23 de marzo de 2008

APOSTOLA APOSTOLORUM


La apóstol de los apóstoles
Juan 20:1-18

¡Jesús resucitó! Ha vencido con poder las ligaduras de la muerte. El padecimiento ha terminado. Ahora comienza la exaltación. El Credo dice: “…padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos; al tercer día resucitó de entre los muertos; subió al cielo y está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso…”. Jesús se ha levantado incólume del sepulcro. ¡Jesús subió del sepulcro, la muerte no pudo retenerlo! “¡Qué venida! ¡Desde el ámbito del señorío de la muerte que a todos los seres humanos sojuzga…, desde la tumba!”.[1] ¡Jesús ha regresado, está de nuevo entre los vivos!

En el relato de la resurrección de este día, María de Magdala[2] es la protagonista. Ahí está ella sola, sin ningún hombre a su lado, se ha encaminado al sepulcro “siendo aún oscuro”, de madrugada (v. 1). María había estado a los pies de la cruz (Jn 19:25; et. al.) y ahora la encontramos a la entrada del sepulcro. ¡Por supuesto Jesús ya no está ahí! María se ha dado cuenta que la piedra que cubría el sepulcro ya no se encuentra en su lugar y piensa –aunque no ha entrado al mismo- que se han llevado el cuerpo de Jesús. Corre entonces al encuentro de dos de los discípulos del Señor para decirles: “—Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20:2). Y aquello se convierte en una corredera… María corre… Pedro y el discípulo amado también corren… uno corre más aprisa… bueno ¿cuántos de nosotros corrimos esta mañana para llegar aquí primero?

El discípulo amado llega primero al sepulcro pero no entra, Pedro llega en segundo lugar pero entra primero al sepulcro y “ve”. El discípulo amado que había llegado primero al sepulcro entra en segundo lugar y también “ve”, pero además de ver, también “creyó”. El texto nos ha transportado de la muerte a la vida y del ver al creer,[3] del primero al segundo, del segundo al primero, de la mujer a los varones. Pedro y el discípulo amado son los primeros testigos del sepulcro vacío, pero María Magdalena como veremos a continuación, es la primera discípula en ver al Señor Resucitado. Los discípulos se “vuelven” a los suyos… pero María permanece fiel junto al sepulcro.

Para los creyentes del primer siglo, la participación de la mujer dentro de la iglesia fue muy importante. De ahí, que los evangelios no dejen de mencionar y reconocer la labor de ellas en torno al ministerio de Jesús, su crucifixión y finalmente su resurrección (Mt 28:1ss; Mc 16:1ss; Lc 23:55-24:3ss). Todos los Evangelios concuerdan en que las mujeres, discípulas de Jesús, acudieron puntualmente el día domingo al sepulcro. En este domingo de resurrección, estamos aquí, celebrando el triunfo final y definitivo de Jesucristo sobre los poderes de la muerte. Pero también nos encontramos recordando que fue un pequeño número de mujeres quienes se aventuraron, siendo muy de mañana al sepulcro del Señor para ungirlo con especias aromáticas. Cierto es que no iban porque pensaran que Jesucristo resucitaría como había dicho, sino que iban a cumplir con el rito de ungir el cadáver. Las mujeres no van con esperanzas sino en desesperanza, hasta desesperadas.

Y así, después del aviso a los discípulos y cuando ellos regresan con los suyos tan pronto como terminan de cerciorarse que el cuerpo del Señor ya no está en su lugar, María Magdalena permanece fuera del sepulcro llorando. Es entonces, cuando ella finalmente se inclina al interior del sepulcro para “mirar”, y “ve” dos ángeles. Los ángeles interrogan la causa de su llanto, y ella insiste en la idea de que se han llevado a su Señor.

Entonces María se vuelve, le da la espalda al sepulcro y súbitamente se topa con Jesús, lo “ve” pero no lo reconoce, no sabía que era Jesús. Jesús al igual que los ángeles la interrogan sobre la causa de su llanto y añade ¿a quién buscas? Pero ella insiste con la idea de que alguien se ha llevado a Jesús, todavía no ha entendido que era necesario que Jesús resucitara de entre los muertos conforme a las Escrituras. Viene a continuación algo inusitado e inaudito: Jesús se revela por fin como el Mesías Resucitado a María Magdalena, precisamente una mujer que no creía todavía en la resurrección de Jesús. Jesús la llama por su nombre y le comisiona el anuncio de su resurrección. “Cuando Jesús la llama por su nombre es cuando se opera en ella un cambio: el verbo se traduce ‘se volvió hacia atrás’ o ‘vuelta completamente’ (v.16). El otro discípulo había ‘visto’ antes de ‘creer’, María ‘escucha’ y esta voz le abre al reconocimiento del Resucitado”.[4]
¡Jesús sigue llamándonos por nuestro nombre y continúa comisionándonos!

María de Magdala se convierte así en la apóstol de los apóstoles. ¿Cómo es que María Magdalena ha llegado a convertirse en una auténtica apóstol? Veamos cómo llegó a esa importante posición. En el evangelio de Juan es María Magdalena y no Pedro, la que primero ve al Señor resucitado. Ahora bien, según el Apóstol Pablo,[5] dos eran las credenciales que deberían reunir aquellos que eran considerados apóstoles del Señor. 1) Haber visto a Jesús el Señor resucitado; y, haber sido enviado por Jesús para proclamarle (1 Co 9:1-2; 15:8-11; Gal 1:11-16).[6] Entonces, “el apóstol tiene que ser testigo de Jesús [resucitado], tiene que haber conocido a Jesús y recibido de él un mandato”.[7] Maria Magdalena, según el relato juánico cumple a cabalidad con tales requisitos para ser una apóstol:

En Jn 20:2-10, -como ya vimos- Simón Pedro y el discípulo amado acuden al sepulcro vacío y no ven a Jesús (asimismo Lc 24:12-24); de hecho, únicamente el discípulo amado percibe el significado de las ropas del sepulcro y llega a creer. Es a una mujer, a María Magdalena, a quien Jesús se aparece primero, instruyéndola para que vaya e instruya a sus ‘hermanos’ (los discípulos: 20:17 y 18) acerca de su ascensión al Padre. […] en Juan (y en Mateo), María Magdalena es enviada por el mismo Señor resucitado, y lo que ella proclama es el anuncio apostólico de la resurrección: ‘he visto al Señor’.[8]

A María ningún ser humano corriente la eleva a la categoría de apóstola sino el mismísimo Señor Resucitado: Jesús. La convierte en evangelista de la resurrección. Es enviada a anunciarles la buena nueva de la Resurrección a los apóstoles mismos. María de Magdala es además, parte del rebaño de ovejas que reconocen la voz de su pastor, cuando éste las llama por su nombre (Jn 10:3-5; cfr., 20:16). A la luz de todo lo anterior podemos ver que las mujeres nos son por nada, creyentes de segunda categoría y que Jesús las eleva al mismo nivel que los hombres. “Maria Magdalena, [es] la “Apóstola de los apóstoles”, la primera cristiana, quien primero presenció y predicó la Resurrección, la primera profesora de los apóstoles, una de las primeras discípulas; en resumidas cuentas: la discípula amada”.[9] Amén.

Pbro. Emmanuel Flores Rojas,
San Pablo,
Domingo de Resurrección, 23/03/08.


Bibliografía mínima:
[1] Barth, K., Instantes, Sal Terrae, Santander, 2005, p. 41.
[2] Magdalena: Se deriva de Magdala, población situada sobre la orilla occidental del mar de Galilea, al norte de la ciudad de Tiberíades, o de expresión del Talmud que significa "rizar pelo de mujer", en referencia a las adúlteras.
[3] Cfr., Moitel, P., Grandes relatos del evangelio. Construcción y lectura, CB 98, Verbo Divino, Navarra, 1999, p. 10.
[4] Ibid., p. 11.
[5] El mismísimo apóstol Pablo había tenido que hacer una defensa apasionada de su “título” de Apóstol. Aunque Pablo no fue discípulo directo de Jesús sí pudo ser apóstol, porque “para Pablo, la revelación de Jesús resucitado tiene el mismo valor, a la hora de dar testimonio, que el hecho de haber vivido con Jesús en Galilea” (Comblin, J., Pablo: Trabajo y Misión, Sal Terrae, Santander, 1994, p. 98). María Magdalena sin embargo, sí fue discípula directa de Jesús y después también una apóstola.
[6] Brown, R. E., La comunidad del discípulo amado. Estudio de la eclesiología juánica, 4ª ed., Sígueme, Salamanca, 1996, p. 184.
[7] Comblin, J., op. cit., p. 103. El subrayado es mío.
[8] Brown, R. E., op. cit., pp. 184-185.
[9] Pérez Álvarez, E., Marcos, Augsburg Fortress, Minneapolis, 2007, p. 148.

jueves, 20 de marzo de 2008

MEMORIA Y ESPERANZA: DE LA ÚLTIMA CENA AL GRAN BANQUETE DEL REINO





Lucas 22:7-23

Introducción:

El día jueves de Semana Mayor es el día en que Jesucristo celebró la Cena de Pascua con sus discípulos y en aquella memorable ocasión estableció lo que los cristianos hemos llamado la “Cena del Señor”. La Última Cena, representó la íntima comunión que existía entre Jesucristo y sus discípulos. La cena en el antiguo Cercano Oriente señalaba la relación tan estrecha que se establecía entre los participantes de esa comida. De ahí que Apocalipsis 3:20 establezca que la cena es ante todo, una relación comunitaria entre los comensales, Jesús dice ahí: “Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo”.


Desarrollo:

Cuando nos acercamos a la Mesa del Señor y compartimos la Santa Cena, participamos del cuerpo y la sangre de Jesucristo, por eso el Señor dice: “entraré a él y cenare con él y él conmigo”. ¡Tenemos un encuentro en tres tiempos! En el evangelio de Juan, Jesús afirma: “El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él” (Jn 6:56). Así que al participar de la Cena del Señor participamos de su presencia íntima y personal entre nosotros. Jesucristo se presencializa de forma viva, real y verdadera, en el sacramento de la Santa Cena. Entablamos así, una comunión con el Señor Jesucristo: “permaneced en mí y yo en vosotros”, dice Jesús (Jn 15:4).

Por eso vale la pena echar un vistazo al relato de la Institución de la Santa Cena que nos proporciona el evangelio de Lucas para sacar algunas enseñanzas esta noche. En primer lugar, Lucas nos muestra el talante psicológico que Jesús tenía aquella noche del jueves, -justo antes de ser traicionado y entregado- el evangelio dice que cuando llegó la “hora”, Jesús se sentó a la mesa con los suyos, con sus discípulos, con sus apóstoles. Lucas no deja de trasmitirnos las palabras iniciales de la alocución de Jesús aquella memorable noche: “¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua…! (Lc 22:15).

El deseo vehemente de Jesús por unirse a los suyos en la Cena Santa, nos enseña que Jesucristo se vincula a nosotros y con nosotras al sentarnos con Él a la Mesa; pero también permite que entre nosotros tengamos comunión unos con otros, porque no participamos individualmente de la Comunión sino juntos, en comunidad, [de forma colectiva]. La Santa Cena tiene por tanto un carácter festivo, es un banquete, y una fiesta no se disfruta en soledad. ¡Estamos invitados a la Mesa del Señor! Él nos sustenta “en la Cena… [porque] Cristo Jesús, se une a nosotros de tal manera que él llega a ser verdadero alimento y nutrición para nuestras almas” (La Confesión Escocesa, capítulo XXI)[1]



Jesús había celebrado antes otras Cenas Pascuales, desde su infancia y adolescencia había participado en ellas. En la Cena Pascual se celebraba como todos sabemos, el gran acontecimiento fundador del pueblo de Israel en el AT. La celebración central de la Cena de Pascua era el Éxodo, el cual marcaba la salida de la esclavitud en Egipto. Era pues, una cena que rememoraba y conmemoraba los grandes hitos liberadores de Yahvé a favor de su pueblo. Era un “memorial” por la liberación de la esclavitud y la dura servidumbre. Aquella noche cuando los hebreos salieron de la esclavitud en Egipto, sacrificaron un cordero pascual y lo comieron junto con panes ázimos o sin levadura (Ex 13:2, 8-9). Pero la noche del día jueves en que el Señor establece la Santa Cena, Jesús se convertía en el nuevo cordero pascual que sería sacrificado para salvación de muchos.

Aunque Jesús había celebrado antes otras cenas pascuales en compañía de sus discípulos, esta cena entrañaba algo especialísimo, era la última de ellas. De ahí que Jesús se siente impulsado a expresar la vehemencia y la expectación con la que había esperado celebrarla en compañía de sus amados amigos, por eso dice: “cuánto he deseado”. Jesús siente algo especial al sentarse a la mesa con los suyos, cuánto he querido, cuánto he anhelado, cuánto he esperado... Sucede que Jesús se encuentra ante la inminencia de la muerte, de su muerte pascual como el cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1:29). Las palabras de esa noche son las de un moribundo.

En segundo lugar, quiero resaltar que después de expresar ese intenso deseo, Jesús añade: “antes que padezca”. Jesús sabe que va a padecer por nosotros los pecadores. El Credo de los apóstoles ya nos lo recuerda cuando dice: “padeció bajo el poder de Poncio Pilato”. También el Catecismo de Heidelberg cuestiona sobre el significado del padecimiento de Jesús el Cristo: “¿Qué entiendes por la palabra sufrió/padeció? –dice la pregunta 37- Que a través de toda su vida, pero especialmente al final de la misma, soportó en cuerpo y alma la ira de Dios contra el pecado de toda la raza humana…”. Jesús soporto el padecimiento por causa nuestra. “La vida entera de Jesús queda incluida en esta palabra, ‘padeció’. […] La vida entera de Jesús se desarrolla en esta soledad y, por tanto, a la sombra de la cruz. […] Él padeció; él, que es verdadero Dios y verdadero hombre”.[2] El apóstol Pablo al recordar la Institución de la Santa Cena, también trae a la memoria el padecimiento final de Jesús, “porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado…” (1 Co 11:23).

La noche que fue entregado, fue una noche oscura como esta. Una noche como la de la primera pascua hebrea. Una noche tormentosa y tortuosa. Al participar en la Santa Cena no olvidemos que estamos participando del padecimiento y los sufrimientos de Jesucristo el Hijo de Dios, no como quienes lo padecen en carne propia sino a favor de quienes padeció Cristo. Jesús, el verdadero Dios y el verdadero hombre padeció por nosotros, por ti y por mí. De ahí que “se requiere la fe para ver lo que es el sufrimiento. Aquí si que se padeció. Todo lo demás que conocemos como sufrimiento lo es en un sentido impropio, comparado con lo que aquí sucedió”.[3] Dios humanado en Jesucristo sufrió. Jesús padeció persecución, padeció dolor, padeció hambre, padeció frío, padeció traición, padeció desengaño, padeció sed, padeció cansancio, padeció temor, padeció desde Belén hasta la Cruz… todo esto y más, padeció Jesús.

Todos estos padecimientos de Jesucristo deben estar en nuestra memoria, ya que el mismo Jesucristo –lo mismo que la Pascua en el AT- nos invita a celebrarla en su memoria (Lc 22:19; 1 Co 11:24-25). La memoria nos ubica en el pasado, en lo que Dios “ya” ha hecho a favor nuestro, “pero” también nos traslada al futuro, al “todavía no”. Dios quiere que recordemos todo lo que ha hecho a favor nuestro para que entonces participemos de la Santa Cena en agradecimiento por lo que Él ha hecho ya en Jesucristo; pero también debemos participar en esperanza, por lo que “todavía” hará por nosotros. Participamos de una cena en tres tiempos. La Santa Cena nos traslada al pasado en el que Jesús padeció, nos invita en el presente a tener memoria de sus padecimientos, y finalmente, nos recuerda que hay un acontecimiento proyectado en el futuro, el cual esperamos con esperanza: la venida definitiva del Reino de Dios.

En el presente ya participamos de la Santa Cena recordando lo que Jesús hizo una vez y para siempre por nosotros, pero también anunciamos al mundo que no le conoce, que él todavía tiene que venir (1 Co 11:26; Lc 22:16,18; Mt 26:29; Mc 14:25). La Santa Cena es un adelanto del gran banquete del Reino que disfrutaremos todos los creyentes en Jesucristo. Y en aquel día definitivo, todos los invitados a la Cena de las bodas del Cordero, habremos de participar del gran banquete del Reino, cuando la salvación final venga a nuestras vidas. Pero para participar de ese banquete esperanzador en el futuro, se requiere de una decisión en el presente. No todos están invitados a tal acontecimiento, sino aquellos que tomen la decisión adecuada “aquí y ahora” para participar del gran banquete del Reino “allí y entonces”.

Jesús te dice HOY, “yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo”. ¿Le abrirás la puerta? ¿Lo dejarás entrar a tu vida? ¿Quieres cenar con él?


Rev. Emmanuel Flores-Rojas, Jueves Santo, 20/03/08.



[1] Flores-Rojas, E., Sobre el sacramento de la Santa Cena, en línea: http://dicenquepredico.blogspot.com/2008/02/sobre-el-sacramento-de-la-santa-cena.html

[2] Barth, K., Esbozo de Dogmática, Sal Terrae, Santander, 2000, pp. 120, 121, 122.

[3] Ídem.

lunes, 17 de marzo de 2008

¿QUIÉN ES ÉSTE? ÉSTE ES JESÚS, EL PROFETA…


Zacarías 9: 9; Mateo 21:1-11

Introducción:
Esta semana se dieron a conocer las controvertidas declaraciones que el reverendo Jeremiah Wright, pastor de la iglesia a la que asiste el candidato demócrata de los EEUU, Barak Obama; proclamó en varios de sus sermones. Con voz profética dijo que el “terrorismo estadounidense” provocó los atentados del 11 de septiembre de 2001, además también añadió que los negros deberían cantar “Dios condene a Estados Unidos”.



"Bombardeamos Hiroshima, -dijo- Nagasaki y bombardeamos con armas nucleares a muchas más personas que los miles (que murieron) en Nueva York y el Pentágono y nunca nos hemos ni inmutado", aseguró Wright el domingo tras los atentados del 11-S.
"Hemos respaldado el terrorismo de estado contra los palestinos y los negros de Sudáfrica y ahora somos los indignados porque lo que hemos hecho se vuelve contra nosotros aquí", añadió el pastor.[1]

Desarrollo:
Los evangelios refieren las varias ocasiones cuando Jesús preguntó a sus discípulos acerca de quién decía la gente que él era. El evangelio de Mateo (16:13-15; el. at.) dice: “Viniendo Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas. El les dijo: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”
Como podemos notar por el texto anterior, la gente reconoce en la figura de Jesús, no a un simple rabí o maestro de la Ley, sino a un auténtico Profeta. Jesús es comparado o identificado con grandes profetas del Antiguo Testamento, entre los que se encuentran Elías y Jeremías.[2] Esto es muy importante, porque como veremos a continuación, Jesús retoma especialmente el mensaje profético de Jeremías en contra del Templo como institución religiosa, y de la ciudad de Jerusalén como asiento de ese y otros poderes.


Cuando Jesús entra en Jerusalén aclamado como Rey y Mesías por las multitudes de peregrinos que se habían congregado en la Ciudad Santa en vísperas de la gran celebración de la Pascua judía, las preguntas en torno a quién es Jesús también se hacen presentes. El evangelio de Juan (12:12, Dios Habla Hoy), dice que “mucha gente había ido a Jerusalén para la fiesta de la Pascua” y como supieron que al día siguiente “Jesús iba a llegar a la ciudad”, decidieron prepararse para recibirlo con ramas de palmeras y mantos en señal de bienvenida. Así, la ciudad de Jerusalén se convierte en un lugar protagónico al final del ministerio de Jesús.


Según Lucas (19:37-38, 41-44), cuando Jesús se encuentra ya casi a la entrada de Jerusalén, a un km aproximadamente, llora por ella y le lanza una fuerte filípica:
37Cuando llegaban ya cerca de la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los discípulos, gozándose, comenzó a alabar a Dios a grandes voces por todas las maravillas que habían visto, 38diciendo: ¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor; paz en el cielo, y gloria en las alturas! […] 41Y cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella, 42diciendo: ¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos. 43Porque vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos te rodearán con vallado, y te sitiarán, y por todas partes te estrecharán, 44y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación. (RVR-95)
Tanto en griego como en hebreo, el término visitar se usa para designar la intervención de Dios en la historia humana en un doble sentido: tanto para salvar (Lc 1:68) como para castigar (Ex 20:5, 32:34; Sal 59:5; Is 10:12). De tal modo que la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén cumple con esa doble dinámica; la llegada final del profeta nazareno se convierte en una "visita" a la Ciudad Santa, tanto para salvar como para castigar, tanto para proclamar como para denunciar. En el AT el autor del libro de Lamentaciones –que algunos atribuyen a Jeremías- (2:14) se quejaba por el modo como actuaron los profetas de ese entonces, al no cumplir con su ministerio profético de anuncio y de denuncia, sino que "predicaron vanas profecías y extravíos” (RV-1909): “Tus profetas vieron para ti vanidad y locura, y no descubrieron tu pecado para impedir tu cautiverio, sino que te predicaron vanas profecías y seducciones” (RVR-95).


Entonces, la auténtica predicación profética denunciaba el pecado del pueblo, para que éste se arrepintiera y actuara en consecuencia. Antaño, los profetas debieron impedir la destrucción de Jerusalén y el cautiverio de Judá. En su sentido bíblico, el profeta no es aquel que “predice” el futuro sino el que predica con sinceridad la Palabra de Dios en el tiempo presente, no importa si tiene que denunciar el pecado del pueblo de Dios. Jesús se da cuenta de que la ciudad de Jerusalén no quiso reconocer que Dios lo había enviado a Él para salvarlos, y por tanto sería destruida. ¡Jesús anuncia pero también denuncia, cumpliendo así, su ministerio profético!


Jesús sabe de antemano que la ciudad de Jerusalén es dura y no lo reconocerá como Rey y Mesías, pero tampoco como Profeta. El recibimiento que le hacen las multitudes el día domingo con fervor y gozo, pronto se convertirá el día viernes en acusación y recriminación. A pesar de eso, y aunque Jesús lo sabe desde un principio, asume con valor y compromiso el camino señalado por el Padre: “Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Lc 9:51). Jesús no teme acudir a la cita marcada en el reloj divino, al contrario, “afirma su rostro”, es decir que mira de frente, levanta su cabeza y se dirige hacía el encuentro final y definitivo con los poderes de la muerte.


¿Por qué Jerusalén? El relato bíblico que narra Mateo no deja de trasmitirnos las fuertes connotaciones políticas que se respiraban en el ambiente jerosolimitano. La capital se alborotó porque Jesús ingresó con un sesgo claramente político ¡y teológico! ¡A Jesús lo aclaman como Mesías! El título “hijo de David” es político, hace referencia a la monarquía davídica. Entonces, lo que Jesús el galileo hace, al ingresar de esa forma en Jerusalén, es una “parábola dramatizada” que recuerda las acciones simbólicas a las cuales recurrían los profetas del AT para ejemplificar el contenido del mensaje divino (Cfr., Is 8:1-4; Jer 13:1-11; Ez 4:1-5:4, etc.). Es decir, Jesús a través de lo que hace aquel domingo predica de una forma sui generis, ya que sus actos son una “predicación dramatizada”, donde él es el principal protagonista. Jerusalén se convierte en el teatro donde Jesús predica actuando. Jesús asume un rol, un papel profético. Con ello, Jesús se coloca en la línea y proclamación de los profetas del AT, especialmente de Jeremías. Jesús se sabe profeta y actúa como tal.


Una de las principales condenas de los profetas del AT era contra la ciudad de Jerusalén y contra el Templo ahí establecido, porque generaban una falsa espiritualidad, un falso compromiso con Dios (Jr 7:3-4, 8-11). En la visión de Jesús, la Ciudad Santa y el Templo se habían convertido en una simple institución religiosa que separaba al pueblo de su Dios (Mt 21:12-13). Más aún, seguía siendo la ciudad injusta, sanguinaria y rebelde de antaño (Mt 23:37; Lc 13:34; cfr., Is 1:21ss, et. al.). Jesús se atrevió a ser profeta, y por eso murió como profeta en Jerusalén.


Al notar el alborozo que ha ocasionado en la ciudad, la gente que no conoce todavía a Jesús, es decir, los peregrinos que habían llegado a Judá, se preguntan con inquietud: ¿Quién es éste? Ésta es una pregunta retórica en su origen y despectiva en su respuesta: Éste es Jesús, el profeta, el de Nazaret de Galilea. Los que formulan tal pregunta no buscan reconocer ni quieren conocer a ese personaje marginal, sino que desean descalificar el origen del recién llegado. ¡Un marginado social ha entrado en la capital económico-político-religiosa como el Rey/Mesías! El relato paralelo de Lucas toma nota de la invectiva que uno de los fariseos le lanza a Jesús para que calle a sus discípulos (Lc 19:39-40). Según el evangelio de Juan, Natanael también llegó a cuestionarse: ¿De Nazaret puede salir algo bueno? (Jn 1:47). Tales son las preguntas en torno a Jesús, ¿cuál será nuestra respuesta hoy? ¿Quién es Jesús para ti?


Rev. Emmanuel Flores-Rojas
INP “SAN PABLO”
Domingo de Ramos, 2008.



[1]http://www.lavanguardia.es/premium/publica/publica?COMPID=53445424020&ID_PAGINA=22088&ID_FORMATO=9&turbourl=false
[2] Incluso el rey Herodes, llegó a pensar que en Jesús, Juan el Bautista en tanto profeta, había resucitado. Cfr., Mc 6:14-15.

sábado, 1 de marzo de 2008

CADA HOGAR, UN SANTUARIO; CADA PADRE/MADRE, UN SACERDOTE


Deuteronomio 6:1-9; Hechos 2:43-47



A mis padres en agradecimiento…


Introducción:


Jesús proclamó con claridad meridiana que “una casa dividida contra sí misma” no podía sostenerse, porque caería irremediablemente (Mc 3:24-25). El AT enseña que: “Si el Señor no construye la casa, de nada sirve que trabajen los constructores” (Sal 127:1). Josué al final de su vida reúne a todo el pueblo de Israel y hace una promesa solemne delante de todas las tribus de Israel, él y toda su familia/casa servirán al Señor: “Por mi parte, –dice- mi familia y yo serviremos al Señor” (Jos 24:14-15).


Estos son sólo unos pequeños ejemplos bíblicos de la importancia que tiene la familia y el hogar de los creyentes en los planes salvíficos de Dios. Para el AT como para el NT la educación cristiana empieza en casa, es en el seno del hogar donde los padres inician educando a sus hijos en el conocimiento de la Palabra de Dios. La Iglesia les ofrece una ayuda importante, pero secundaria; porque la responsabilidad primaria es de los padres.


Desarrollo:


Como veremos a continuación, la Escritura nos muestra que cada hogar debe constituirse en un santuario. Bíblicamente hablando, cada hogar debe ser una “iglesia doméstica”. Hoy volveré a hablar sobre el centro de la fe bíblica contenida en el Shemá, y de sus implicaciones para nosotros hoy:



“4»Escucha, Israel: Jehová, nuestro Dios, Jehová uno es”



En hebreo el versículo 4 aparece “subrayado” o “remarcado”, las últimas letras (ayin y daleth) de la primera y la última palabra en hebreo están puestas más grandes en el texto hebreo (TM).[1] Eso indica que el escritor bíblico quiso resaltar la importancia de este versículo. Una trasliteración del versículo 4 diría así: Shema‘ yisra’el yehvah ’elohenu yehvah ’ehad. Ésta última palabra (’ehad),[2] en hebreo quiere decir uno/único;[3] con lo que otra posible traducción del mismo versículo 4 sería: “Escucha, [pueblo de] Israel: el SEÑOR nuestro Dios, es el uno/único SEÑOR”.


Es decir, nuestro Dios no está dividido ni fracturado, no tiene fisuras: es Uno; pero también es singular (único) no plural. El versículo 4 nos habla de Dios en toda su singularidad y unicidad. Así, el amor que Él nos prodiga es de la misma naturaleza que Él. Su amor por nosotros es uno y único. De ahí que la base de nuestro amor y obediencia hacía él, deba ser total y sin divisiones ni fracturas. El Dios que se nos revela en las Escrituras no admite un lugar secundario en nuestras vidas, no admite que lo amemos con una parte de nuestro ser. Él quiere la totalidad de nuestras vidas porque Él mismo se ofrece como totalidad y no en fracciones o divisiones.


La enseñanza de los versículos 4 y 5 excluye de entrada, “toda posibilidad de lealtades divididas y de espacios ‘vacíos’ en una vida que le pertenece totalmente a Yavé”.[4] Los versículos que siguen también nos hablan de “totalidades”. El amor a Dios es una cuestión total y toral, porque se le ama con TODO: “5»Amarás a Jehová, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. No hay lugar para espacios vacíos y sin contenido. “Los sustantivos ‘corazón’, ‘alma’ y ‘fuerzas’ configuran la totalidad del ser humano. El vocablo ‘todo’, repetido tres veces, insiste en la perfección e intensidad del compromiso del amor”.[5]


Pero, ¿todo esto que tiene que ver con la iglesia doméstica? ¿Qué relación guarda con el hogar como santuario y los padres como sacerdotes? Los versículos 6 y 7 nos dan la respuesta. Aquélla enseñanza contenida en los vv. 4 y 5, tiene un contexto familiar donde debe ser “repetido” y enseñado. Los contenidos bíblicos deben enseñarse y aplicarse primordialmente, en el seno familiar. Los padres deben primero apropiarse las verdades bíblicas: “6»Estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón”. Para luego ser trasmitidas a los hijos: “7Se las repetirás a tus hijos…”. Y a continuación viene el ámbito dónde tales contenidos bíblico-teológicos tienen que enseñarse: la casa, el hogar familiar, la cotidianeidad de la vida: “…y les hablarás de ellas estando en tu casa y andando por el camino, al acostarte y cuando te levantes”. El versículo 7 tiene un sentido de totalidad y perfección en la enseñanza del Shemá, dado por los dos pares de verbos antitéticos: estando-andando y acostarse-levantarse. Aquí está resumida toda actividad humana. “El hombre en la totalidad de su existencia vive para amar a un solo Dios, el Señor”.[6]


Entonces, los padres son los responsables directos de trasmitir las enseñanzas más básicas de la fe cristiana a sus hijos. En la iglesia doméstica, la familia es el sujeto y el objeto de la educación, una educación de vida y para la vida; con lo que cada hogar se convierte así, en un santuario donde se trasmite y se fortalece la fe. Cada padre y cada madre se transforman en un sacerdote que ministra a sus hijos las enseñanzas de la Escritura. Cada casa se convierte en un espacio pedagógico, cada hogar está abierto al diálogo pedagógico y en cada familia se dan los primeros pasos pedagógicos (cfr., Dt 6:20-21). El lugar para trasmitir la fe es el hogar, con lo que queda bien claro, que la “fidelidad al Señor y [la] educación en el hogar van tomados de la mano… la enseñanza de fidelidad y amor al Señor tiene su base y centro en el hogar”.[7]


El texto bíblico nos lleva progresivamente, empieza con lo colectivo y general (el pueblo de Israel), para enfocarse en el individuo y lo concreto (estarán sobre tú corazón), luego se enfoca en la familia (tus hijos). En nuestro pasaje hay un triple compromiso pedagógico, hacia uno mismo, hacia los hijos y por extensión con la familia y hacia la comunidad:[8]Escríbelas en la puerta de tu casa y en los portones de tu ciudad” (Dt 6:9, TLA).


El exegeta presbiteriano, Edesio Sánchez, nos ofrece un excelente esquema[9] del énfasis pedagógico del texto en cuestión:

Recepción de la enseñanza:
“Escucha… estas palabras” (vv. 4,6)


Puesta en práctica de la enseñanza:
“Ama al Señor…” (v. 5)


Apropiación de la enseñanza:
“Quedarán en tu memoria” (v. 6; NBE)


Transmisión de la enseñanza:
“Incúlcaselas a tus hijos” (v. 7)


Repaso de la enseñanza:
“Háblales de ellas… átalas a tus manos… escríbelas en… tu casa” (vv. 7-9)



En conclusión, “el pasaje nos ofrece entretejidos, de manera magistral, el qué y el cómo, el contenido y el proceso de la enseñanza. En el pasaje encontramos el sujeto: los padres; el receptor: los hijos; el contenido: “estas palabras”; el lugar: el hogar; el tiempo: toda la actividad humana habitual; la forma: la comunicación oral, escrita y práctica”.[10] Así, cada hogar será un santuario y cada padre/madre un sacerdote. ¡Convirtamos nuestros hogares en iglesias domésticas! Amén.



Pbro. Emmanuel Flores-Rojas
INP “San Pablo”
02/03/08.



Referencias:
[1] Biblia Hebraica Stuttgartensia, (Deutsche Bibelgesellschaft Stuttgart) 1990, p. 297.
[2] Ortiz, Pedro, Léxico hebreo/arameo-español español-hebreo/arameo, 1ª ed., Sociedad Bíblica-Sociedades Bíblicas Unidas, Madrid, 2001, p. 14.
[3] “La palabra hebrea ejad puede traducirse de dos maneras: ‘uno’ y ‘único’. (…) El Dios al que Israel está llamado a tener como único Señor es un Dios que no manifiesta divisiones en su propio ser, es uno. Es decir, en Yavé, Israel tiene el ejemplo de lealtad indivisible. Yavé puede exigir lealtad absoluta a su pueblo porque él no tiene el ‘corazón dividido’”. Nota al pie de página 113, en Sánchez, E., Deuteronomio. Introducción y comentario, Ediciones Kairós, Buenos Aires, 2002, p. 189. Para lo que sigue, sigo muy de cerca al autor en cuestión.
[4] Sánchez, E., op. cit., p. 189.
[5] Ibid., p. 192.
[6] Idem.
[7] Ibid., p. 193.
[8] Ibid., p. 194.
[9] Idem.
[10] Idem.